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Nunca
había creído en la magia. ¿Quién pensaría que algo así podría existir? Pensaba
que eran solo cuentos de hadas, historias inventadas, fantasías para evadirnos
de la realidad al leer un libro o ver una película.
Nunca
había creído en la magia, aunque siempre me había gustado. Disfrutaba de las
novelas en la que un mago con gorro puntiagudo y varita luchaba contra el
dragón que atormentaba a una ciudad en el Medievo. O lo domaba. O lo convertía
en un patito de goma; qué más daba.
Nunca
había creído en la magia. A pesar de ello, yo mismo fantaseaba con ella de vez
en cuando. Alguna vez escribí un relato sobre un mundo en que las personas
podían controlar los elementos. Pero únicamente era ficción. Algo que sólo
existía en mi mente.
Nunca
había creído en la magia, ni en las grandes maravillas que con ella se pueden
formar, ni en las terribles consecuencias que puede conllevar, ni en las vidas
que puede salvar, ni en aquellas que puede condenar.
Nunca
había creído en la magia. Elfos, troles, fénix, unicornios, hadas, duendes,
goblins, banshees, sirenas, dragones, minotauros, dríades, gigantes, cíclopes,
basiliscos, licántropos, arpías, vampiros, mantícoras, trasgos, ángeles,
demonios e, incluso, dioses no eran para mí nada más que seres mitológicos,
inexistentes, creados por los antiguos para explicar cosas que no comprendían.
Nunca
había creído en la magia. Y, sin embargo, ahí estaba. En todas partes. Fluyendo
en el aire, en los ríos, en las hojas que caen de los árboles. Dentro de cada
ardilla huidiza, en todos los gorriones que hayas visto o vayas a ver nunca.
Estaba por doquier. Estaba en mí.
Nunca
había creído en la magia. Hasta que no pude negarla.